BIENVENIDO A LOS OTROS MUNDOS DE CABALAYKA

sábado, 2 de mayo de 2009

LA JOYA DE LAS SIETE ESTRELLAS II


II. EXTRAÑAS INSTRUCCIONES
El superintendente Dolan se dirigió a la puerta, que entreabrió un poco para, posteriormente, dando un suspiro de alivio, abrirla de par en par a fin de dar paso a un joven de rostro afeitado, alto y esbelto, de semblante inteligente y mirada rápida, que se hacía cargo de todo de una sola ojeada. En cuanto los dos hombres se hallaron a un paso de distancia, se estrecharon la mano con la mayor cordialidad.
—He venido inmediatamente después de recibir su aviso, señor superintendente.
—Muchas gracias, sargento Daw.
Seguidamente, sin más preliminares, empezó a referir-le todo lo que sabía hasta entonces. El sargento hizo algunas preguntas, muy pocas, luego dirigió algunas rápidas miradas a su alrededor, se fijó en nosotros y, por último, en el herido que estaba inanimado sobre el sofá. Después se acercó a mi y recordó la ocasión en que habíamos estado en contacto. Tras haber cruzado unas frases, me dejó para ir a hablar con el doctor, a quien dirigió algunas preguntas acerca de la herida del paciente, y, finalmente, se volvió hacia la señorita Trelawny, diciéndole:
—Le ruego que me comunique todo cuanto sepa acerca de su padre; es decir, de su modo de vivir, su historia. En una palabra, todo lo que le parezca interesante.
—Por desgracia —contestó la señorita Trelawny—, sé muy poco.
—Perfectamente, señorita. Nos contentaremos con lo que usted sepa —contestó el detective—. Y ahora empezaré por hacerle un detenido examen.
Dichas estas palabras, el sargento Daw rogó a la señorita Trelawny que le relatase lo ocurrido. En cuanto ella hubo terminado, aquel hombre se acercó a la cama, la miró atentamente y preguntó:
—¿Sabe usted si la ha tocado alguien?
—No, señor —contestó la joven.
Daw sacó una lupa muy grande del bolsillo y examinó la cama, cuidando de no alterar en nada la posición de las sábanas y, especialmente, fijándose en las manchas de sangre, que llegaban hasta el suelo. Luego se dirigió a las ventanas, que estaban cerradas, y preguntó si, en el momento de ocurrir el hecho, estaban colocados los postigos, a lo cual la señorita Trelawny contestó negativa-mente. Mientras tanto, el doctor Winchester cuidaba al herido y le vendaba las lesiones de la muñeca. Al terminar, procedió a un minucioso reconocimiento de la cabeza del señor Trelawny y se fijó en la región precordial, así como en la garganta. Más de una vez acercó la nariz a la boca del herido, aspirando el aire, y mirando, sin darse cuenta, en tomo de la estancia, como si buscara algo.
De pronto oímos la fuerte voz del detective que decía:
—Por lo que he observado hasta ahora, se trataba de llevar hasta la caja de caudales la llavecita sujeta a la pulsera del señor Trelawny. Al parecer, en la cerradura del arca hay un secreto que, por ahora, desconozco. Pero iré a casa de los fabricantes para averiguarlo.
Volviéndose al doctor, añadió:
—¿Puede usted comunicarme algo, señor Winchester?
—Como ya le dije —replicó éste—, haré un relato detallado; aunque, por desgracia, pocas son las cosas que podré consignar. En la cabeza del señor Trelawny no hay ninguna contusión que explique el estado de estupor en que se halla. Por consiguiente, debería creer que ha sido narcotizado o sometido a una influencia hipnótica. Sin embargo, pienso que no ha ingerido ningún narcótico o, por lo menos, ninguno que conozca. Aunque, en esta habitación, tan saturada de los olores que expelen las momias, es difícil asegurar nada, pues cabe la posibilidad de que la substancia química causante de este estado de inconsciencia tuviese un aroma muy delicado. También es probable que el paciente hubiese tomado algún somnífero, y que, en el curso de su sueño, se hubiese herido; sin embargo, no lo creo factible.
—Tal vez tenga usted razón —contestó el sargento—. Pero ante todo, hemos de encontrar el instrumento que le causó la herida en la muñeca. Supongo que, por ahí, encontraremos huellas de sangre.
—Lo mismo creo -contestó el doctor, sujetándose mejor los lentes como si se dispusiera a replicar—, Pero si el paciente ha hecho uso de alguna droga extraña quizás se tratara de una substancia sin efectos inmediatos. Así, pues, hemos de estar preparados para todas las eventualidades.
—Todo eso que dice usted, doctor, es muy acertado —indicó entonces la señorita Trelawny-. Por lo menos, en lo referido al somnífero. Pero tenga usted en cuenta que en tal caso, habría que dar por supuesto que la herida se la infligió mi padre después de haber notado los efectos del narcótico —el detective y el doctor hicieron un gesto de asentimiento y la señorita Trelawny continuó.— De todos modos, creo, con ustedes, que, en primer lugar, es preciso encontrar el arma que causó la herida a mi padre.
—Quizá la guardó en el arca antes de perder el conocimiento —observé yo sin pensarlo demasiado.
—Eso no es posible —se apresuró a replicar el doctor—. Tenga usted en cuenta que la mano izquierda está cubierta de sangre y que, en cambio, no hay ni una gota en el arca.
—Tiene usted razón —contesté.
Tras una larga pausa el doctor dijo:
—Necesitaremos, cuanto antes, una enfermera. Yo conozco a una muy apropiada y, si ustedes me lo permiten, iré a llamarla. Durante mi ausencia les ruego que no dejen solo al paciente. Quizá más adelante, convendrá trasladarlo a otra habitación.
La señorita Trelawny prometió no dejar solo a su padre y el doctor, después de darle algunas instrucciones en caso de que aquél recobrase el sentido, salió de la estancia.
A su vez, el sargento manifestó que debía volver a Scotland Yard para dar parte a sujete y prometió volver lo antes posible. Pero, primeramente, pidió permiso para examinar el escritorio del señor Trelawny y, al serle concedido tan amplio como quisiera, inició al momento un registro, cuyo resultado fue el hallazgo de una carta sellada que entregó a la señorita Trelawny.
—¡Una carta para mí! —exclamó ésta, tomándola inmediatamente.
Yo me fijé en su rostro mientras leía y, en cuanto se hubo enterado de su contenido, se quedó pensativa. Luego volvió a leerla y, por fin, devolvió la misiva al detective.
Éste la leyó dos veces y me la entregó. Entonces pude ver que decía lo que sigue:
«Mi querida hija: Deseo que sigas exactamente las instrucciones de esta carta, sin apartarte de ellas por ninguna razón, cualquiera que sea. En el caso de que yo sea víctima de una enfermedad, de un accidente o un ataque, cuida de que se haga lo siguiente: Si ya no estoy en mi dormitorio cuando te des cuenta de mi estado, me harás llevar a él lo antes posible. Aun en el caso de que estuviese muerto, mi cadáver habrá de ser tendido sobre mi cama. Además, hasta que recobre el conocimiento y pueda dar instrucciones acerca de lo que se debe hacer, o hasta que esté enterrado, será necesario que no me quede solo ni un momento. Durante la noche habrán de permanecer, por lo menos, dos personas en mi habitación. Será preciso que me cuide una enfermera y que tome nota de los síntomas, permanentes o no, que puedan llamarle la atención. Mis procuradores Marvin & Jewkes, de Lineólas Inn 27, B, tienen plenas instrucciones para el caso de mi muerte. Y el señor Marvin se encargará de vigilar personalmente el cumplimiento de mis deseos. Como no tienes ningún pariente, te aconsejo, querida hija, que te procures la compañía de una persona amiga en quien puedas confiar y que contribuya a vigilar mi cuerpo o mi cadáver. Tal persona puede ser hombre o mujer, pero, además, será preciso que haya otro vigilante, del sexo contrario al de la persona que hayas elegido. Es decir, que en todo momento, deseo que me observen o me vigilen un hombre y una mujer. De nuevo repito la necesidad de que sigas exactamente mis instrucciones.
Ninguna de las cosas que hay en mi habitación ha de ser cambiada de lugar por ningún motivo. Tengo una razón muy especial para eso, de manera que la inobservancia de estas disposiciones alteraría mis planes.
Si necesitas dinero, consejo u otra cosa cualquiera, el señor Marvin se apresurará a complacerte, pues tiene para eso plenas instrucciones mías.
Tu padre que te quiere,
Abel Trelawny.»

También leí por segunda vez la carta, con la esperanza de que la señorita Trelawny depositara su confianza en mi persona para llevar a cabo los deseos de su padre. Así, al devolverle la carta le dije:
—Supongo, señorita, que perdonará usted mi excesiva presunción, pero si me permite contribuir a la vigilancia de su padre, me sentiré orgulloso.
—Se lo agradezco muchísimo —dijo ella. Y, pensándolo mejor, añadió—: Pero comprendo que no puedo ser egoísta. Sé que tiene usted muchas ocupaciones y no quisiera monopolizar todo su tiempo.
Yo me apresuré a contestar que, después de haber tomado algunas disposiciones, estaría por completo a su servicio y el detective observó:
—Me alegro mucho de que se quede usted, señor Ross. Yo también permaneceré en la casa, si me lo permiten mis jefes. Ahora debo ir a jefatura y a visitar a los fabricantes de esa caja de caudales. Volveré lo antes posible.
En cuanto se hubo marchado, la señorita Trelawny y yo guardamos silencio. De vez en cuando me dirigía una mirada que me inspiraba el mayor orgullo. Luego, rogándome que no abandonara ni por un momento la vigilancia de su padre, salió para volver pocos minutos después en compañía de la señora Grant, de dos doncellas y de dos criados. Estos últimos llevaban una cama de hierro plegable que se ocuparon inmediatamente en armar y, cuando terminaron, la señorita Trelawny me dijo:
—Conviene tenerlo todo dispuesto para cuando llegue el doctor. Sin duda querrá acostar a mi padre, y, para eso, siempre será mejor una cama que un sofá.
Se sentó entonces a corta distancia del señor Trelawny y yo di una vuelta a la estancia, contemplando las infinitas curiosidades que allí había, casi todas egipcias. La habitación tenia proporciones enormes y, por consiguiente, cabían allí muchas y de gran tamaño.
Mientras estaba así ocupado, oí el sonido de unas ruedas deteniéndose ante la casa. Al instante, llamaron y, pocos minutos después, tras de un golpecito dado en la puerta, apareció el doctor Winchester, seguido por una joven que llevaba el traje oscuro propio de las enfermeras.
—He tenido suerte —dijo el doctor—. Señorita Trelawny, le presento a la enfermera, la señorita Kennedy.
(*)Fuente: Bram Stoker

viernes, 1 de mayo de 2009

LA JOYA DE LAS SIETE ESTRELLAS I



I. UNA LLAMADA EN LA NOCHE

Era todo tan real que apenas podía imaginar que me hubiese ocurrido en otro tiempo; y, sin embargo, cada episodio se me presentaba no como una nueva fase de la lógica de las cosas, sino como algo esperado. De nuevo veía el ligero esquife, reposando perezoso en el agua tranquila, al abrigo de la luz feroz del mes de julio y a la fresca sombra de las ramas de sauce extendida sobre el río.
Yo en pie sobre la oscilante embarcación y ella sentada inmóvil, mientras con las manos se protegía del choque de las ramitas de los sauces. De nuevo veía el agua de color pardo dorado bajo el dosel de verde translúcido, y la orilla herbosa tenía un tono de esmeralda. Otra vez parecía estar sentado con ella a la fresca sombra. Rodeados por los infinitos ruidos de la naturaleza los dos solos; en tanto que ella, olvidados tal vez los convencionalismos en que se había educado, me refería, con la mayor naturalidad, su nueva vida, en la que tan sola se sentía.
Y, en tono triste, me hizo sentir cómo en aquella espaciosa casa todos sus habitantes se veían aislados por la magnificencia de su padre y de ella misma. Que, allí, la simpatía y la confianza no tenían ningún altar y que incluso el rostro de su padre le parecía tan distante como la antigua vida moral que había llevado. Una vez más, el buen juicio de mi virilidad y la experiencia de mis años se pusieron a los pies de la joven. Pero nunca existe el descanso perfecto, porque, de pronto, las puertas del sueño fueron abiertas de par en par y mis oídos atendieron al ruido que acababa de molestarme, demasiado continuo e insistente para que no se le hiciese caso.
Detrás de él había alguna inteligencia activa. Instintivamente miré el reloj; eran las tres de la mañana y ya en el cielo empezaba a descubrirse algún leve resplandor de la aurora. Era evidente que la llamada resonaba en la puerta principal de nuestra propia casa y también que nadie estaba despierto para atender a ella. Me puse la bata y las zapatillas y me fui allá. Al abrir la puerta vi a un elegante lacayo, una de cuyas manos oprimía sin cesar el timbre eléctrico mientras la otra golpeaba el aldabón.
En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra golpeaba el aldabón. En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra me entregó una carta. Ante la puerta vi un elegante automóvil y a un policía con su farol nocturno aún encendido, en el cinturón, que acudió atraído por el ruido.—Dispénseme el señor por haberle molestado, pero tenía órdenes muy estrictas. Además, me dijeron que no perdiese un momento y que no dejara de llamar hasta que acudiese alguien. ¿Vive aquí el señor Malcolm Ross?
—Yo soy el señor Malcolm Ross.
—En tal caso, señor, la carta y el automóvil son para usted.
Con extraña curiosidad tomé la carta que me entregaban. En mi calidad de abogado tuve desde luego extraños casos, pero nunca me ocurrió ninguno como aquél. Retrocedí al recibidor entornando la puerta y encendí la luz eléctrica.
La carta era de letra femenina y, sin dirección alguna, empezaba así:
«Dijo usted que me ayudaría con gusto en caso necesario y estoy persuadida de que habló sinceramente. Antes de lo que esperaba ha llegado esta ocasión. Me encuentro en una situación muy desagradable y no sé a quién llamar ni de qué valerme. Temo que han querido asesinar a mi padre; aunque, gracias a Dios, aún vive, pese a hallarse sin sentido. He llamado a los médicos y a la policía, pero no tengo a nadie en quien confiar. Si le es posible venga inmediatamente y perdóneme, si puede. Supongo que más adelante comprenderá la razón de que le haya pedido este favor, pero ahora no soy capaz de reflexionar. Venga. Venga en seguida.
Margaret Trelawny»

En mi mente sentí a la vez el dolor y el entusiasmo. Pero dominó la idea de que ella se hallaba en un apuro y me había llamado..., a mí. Así, pues, cuando soñé con ella, no fue sin motivo.
Llamé al lacayo y le dije:
—Espere; dentro de un minuto estoy con usted.
Luego, eché a correr escaleras arriba.
Poco tiempo me bastó para lavarme y vestirme; de modo que, en breve, recomamos las calles con toda la velocidad que permitían el tráfico y el reglamento. Yo había dicho al lacayo que se sentara a mi lado a fin de que me contase, durante el trayecto, todo lo sucedido. Él accedió azorado y habló con la gorra sobre las rodillas:
—La señorita Trelawny, señor, mandó recado de que preparásemos cuanto antes un coche y, luego, acudió ella para darme la carta y recomendar al cochero que se diese prisa. Me aconsejó que no perdiese un segundo y que no dejase de llamar hasta que abriesen la puerta.
—Ya lo sé..., ya me dijo usted eso. Lo que quiero averiguar es por qué ella me ha hecho llamar. ¿Qué ha ocurrido en la casa?
—No lo sé, señor. A excepción de que encontraron al amo en su cuarto, sin sentido, con las sábanas ensangrentadas y una herida en la cabeza. Quizá no se hubiese podido salvar, pero, por suerte, la señorita Trelawny descubrió su estado.
—¿Y cómo sucedió, a tal hora de la noche?
—Lo ignoro en absoluto, señor, y no conozco ningún detalle.
Rápidamente seguimos nuestro camino a lo largo de Knightsbridge, luego dimos la vuelta por el Kensington Palace Road, y después nos detuvimos ante una casa muy grande situada a mano izquierda. Era un edificio magnífico, no sólo con respecto a su medida, sino también por su arquitectura. Y aun a la luz grisácea del amanecer, que tiende a disminuir el tamaño de las cosas, parecía muy grande. La señorita Trelawny me recibió en el hall.
No pude observar en ella ninguna timidez. Al parecer, ejercía su autoridad en cuantos la rodeaban gracias a su buena raza y exquisita educación, cosa mucho más notable porque estaba muy agitada y tan blanca como la nieve. En el hall había varios criados. Los hombres se habían agrupado cerca de la puerta y las mujeres ocupaban uno de los rincones más alejados. Un superintendente de policía acababa de hablar con la señorita Trelawny y cerca de él se veía a tres agentes de paisano. Cuando ella tomó, impulsiva, mi mano, apareció en sus ojos una mirada de alivio y dio un suspiro de satisfacción. Su saludo fue muy sencillo.
—Ya sabía yo que vendría.
El apretón de una mano puede ser muy significativo, aunque nada quiera expresarse con él. La mano de la señorita Trelawny pareció perderse en la mía, no porque fuese muy pequeña —aunque era fina y flexible, de dedos largos y delicados, y muy hermosa—, más bien era una sumisión inconsciente. Y aunque, por el momento, no pude adivinar la causa de la emoción que me sobrecogió, la comprendí luego.
Ella se volvió al agente de policía diciendo:
—Le presento al señor Malcolm Ross.
El oficial de policía saludó y contestó:
—Ya lo conozco, señorita. Tal vez tendrá la bondad de recordar que tuve el honor de trabajar con él en el caso de los monederos falsos de Brixton.
—¡Ya lo creo, superintendente Dolan!. —exclamó—. Lo recuerdo muy bien.
Luego nos estrechamos las manos, cosa que, al parecer, contentó a la señorita Trelawny. Por eso dije al superintendente:
—Quizá será mejor que la señorita Trelawny pueda hablarme a solas durante unos minutos. Usted, desde luego, ya está enterado de todo lo que pasa. Y yo entenderé mejor las cosas si puedo hacerle unas cuantas preguntas a la señorita. Después hablaré con usted.
—Con mucho gusto —contestó el superintendente en tono cordial.
Siguiendo a la señorita Trelawny, me dirigí a una salita que daba al hall y al jardín de la parte posterior de la casa, y, una vez hube cerrado la puerta, la joven dijo:
—Más tarde le daré a usted las gracias por su bondad viniendo a mi lado en un momento de apuro, pero ahora podrá ayudarme usted mejor cuando conozca lo sucedido. —Hizo una pausa y continuó:
—Me despertó un ruido, aún ignoro cuál. Únicamente sé que lo oí en mi sueño, porque, en el acto, me desperté con el corazón palpitante y el oído tenso. Mi dormitorio está al lado del de mi padre y, con frecuencia, antes de dormirme, le oigo moverse.
"Trabaja hasta muy tarde, de modo que si alguna vez me despierto muy temprano, o al amanecer, aún escucho sus movimientos.
"Una vez quise demostrarle que velar tanto no le seria bueno, pero no me quedaron ganas de repetir la tentativa, porque es hombre que puede mostrarse muy severo. Anoche me puse en pie sin hacer ruido y me acerqué. No oí nada, a excepción de un leve ruido, como si arrastra-sen algo, seguido de una respiración pesada. Por fin, cobré valor y entreabrí la puerta. Dentro reinaba la oscuridad y sólo pude divisar la silueta de la ventana; pero, en cambio, percibí mejor aquella respiración pesada. Abrí la puerta del todo, encendí la luz y penetré en la estancia. En primer lugar, miré hacia la cama y vi que las sábanas estaban revueltas como si papá se hubiese acostado. En el centro de la mesa había una gran mancha de color rojo oscuro, que se extendía hasta el borde. Aquello paralizó mi corazón. Luego vi a mi padre tendido en el suelo, sobre el lado derecho, como si hubiesen tirado su cuerpo.
"Debajo de él había un pequeño charco de sangre. Se hallaba delante del arca de caudales y vestía su pijama. La manga izquierda estaba arrancada, dejando al descubierto el brazo, que se tendía hacia el arca. El aspecto de aquel brazo, cubierto de sangre, con la carne arrancada o cortada en tomo de la cadena de oro que lleva en la muñeca, era espantoso."
La joven hizo una pausa y yo, tratando de distraerla, quise hablar, pero ella reanudó su discurso diciendo:
—No perdí un solo instante en pedir socorro, pues temía que mi padre se desangrase. Llamé con el timbre y a voces y, finalmente, llegaron algunos criados, que, al abandonar la cama, se habían vestido a toda prisa.
"Tendimos a mi padre sobre el sofá, y el ama de llaves, la señora Grant, que parecía tener más serenidad que nosotros, empezó a fijarse en el lugar del que manaba la sangre. Resultó que procedía del brazo desnudo. Allí tenia una herida profunda, no con el corte limpio de un cuchillo, sino, más bien, desgarrada junto a la muñeca, y, al parecer, con una vena cortada. La señora Grant improvisó un torniquete y, así, se contuvo la hemorragia. Yo, mientras tanto, me había serenado un poco y envié a un criado en busca del doctor y a otro para que avisara a la policía. En cuanto se marcharon, me di cuenta de que, a excepción de los criados, estaba sola en la casa, y no sabia nada acerca de mi padre ni de otra cosa alguna. Entonces, sentí el deseo de tener a alguien que me ayudase. Pensé en usted, en el ofrecimiento que me hizo el verano pasado, y, sin detenerme a reflexionar, ordené que le preparasen un automóvil y le escribí unas líneas."
Hizo una pausa para, tras un esfuerzo manifiesto, continuar su historia:
—El doctor vino casi en seguida porque el sirviente lo encontró en la calle. Inmediatamente procedió a curar a papá y, mientras tanto, llegó un agente de policía, quien se apresuró a enviar un aviso al cuartelillo. De modo que, en el acto, se presentó el superintendente. Luego apareció usted.
Se interrumpió y, entonces, me aventuré a tomarle la mano por un instante. Sin pronunciar otra palabra, abrimos la puerta para reunirnos con el superintendente, que estaba en el hall. El nos recibió diciéndonos:
-Lo he examinado todo por mi mismo y acabo de mandar un aviso a Scotland Yard. En todo esto, señor Ross, he visto muchas cosas raras y he creído preferible que nos manden al individuo más apto que tengan en el departamento de investigación criminal Por esta razón he pedido que avisen al sargento Daw. Supongo que lo recordará usted, porque intervino en el caso de envenenamiento de Hoxton.
En efecto, recordé al sargento y creí que sería un buen elemento para el caso en que nos hallábamos.
Seguidamente nos dirigimos a la habitación del señor Trelawny, donde pude ver que la situación era tal como la había descrito su hija.
Poco después sonó el timbre de la puerta y no tardó en presentarse un joven de facciones aguileñas, ojos grises agudos y ancha frente propia de un pensador. Llevaba un maletín negro, que se apresuró a abrir. La señorita Trelawny me lo presentó como el doctor Winchester. En cuanto nos hubimos saludado, él se dedicó a su trabajo de curar al herido. De vez en cuando llamaba la atención del superintendente acerca de algún detalle de la lesión, y, especialmente, le señaló la circunstancia de que el brazo había recibido varios cortes o rasgaduras paralelas que empezaban en el lado izquierdo de la muñeca y que en algunos puntos, ponían en peligro la arteria radial.
-Esas heridas profundas y desiguales parecen haber sido causadas por un instrumento romo. -Luego volviéndose a la señorita Trelawny añadió-: ¿Podríamos quitar esa cadena? Eso proporcionaría alguna comodidad al paciente.
-No lo sé -contestó la joven-. Hace poco tiempo que vivo con mi padre y apenas conozco sus costumbres o sus ideas.
—No se preocupe usted por eso, señorita —contestó el doctor—. Por ahora podremos abstenemos de quitar esta cadena. Fíjese usted en que hay una llavecita sujeta a ella. Véala por sí misma. Esa cadena es de acero chapado en oro y, con seguridad, para quitársela, sería preciso una lima.
El superintendente se arrodilló para examinar aquella joya y el doctor invitó a la señorita Trelawny a que se fijara en ella.
(*)Fuente: Bram Stoker