BIENVENIDO A LOS OTROS MUNDOS DE CABALAYKA

martes, 31 de marzo de 2009

LA ALUCINACIÓN DE STALEY FLEMING


De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.
-Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.
-Pues parece usted perfectamente -contestó el médico.
-Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata delantera de color blanco.
-Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan sólo son sueños.
-Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!
-Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?
-A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?
-Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.
El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el rabillo del ojo. Después, dijo:
-Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del fallecido Atwell Barton.
Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible intento de mostrarse indiferente.
-Me acuerdo de Barton -dijo-. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo sospechoso en su muerte?
Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:
-Hace tres años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el bosque, cerca de su casa y también de la de usted. Había muerto acuchillado. No hubo detenciones porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra «teoría». Yo tenía la mía. ¿Pensó usted algo?
-¿Yo? Por su alma bendita, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché a Europa casi inmediatamente después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en las escasas semanas que han transcurrido desde mi regreso pudiera construir una «teoría». En realidad, ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasa con su perro?
-Fue el primero en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba.
Desconocemos la ley inexorable que subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming no, o quizás no se habría puesto en pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la ventana abierta el aullido prolongado y lastimero de un perro distante. Recorrió varias veces la habitación bajo la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente delante de él, casi le gritó:
-¿Qué tiene que ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado del motivo de que le hiciera venir.
El médico se levantó, puso una mano sobre el brazo del paciente y le dijo con amabilidad:
-Perdóneme. Así, de improviso, no puedo diagnosticar su trastorno... quizás mañana. Hágame el favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche aquí, con sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama?
-Sí, hay un timbre eléctrico.
-Perfectamente. Si algo le inquieta, pulse el botón, pero sin erguirse. Buenas noches.
Instalado cómodamente en un sillón, el médico se quedó mirando fijamente los carbones ardientes de la chimenea y meditando en profundidad, aunque aparentemente sin propósito, pues frecuentemente se levantaba y abría la puerta que daba a la escalera, escuchaba atentamente y después volvía a sentarse. Sin embargo, acabó por quedarse dormido y al despertar había pasado ya la medianoche. Removió el fuego, cogió un libro de la mesa que tenía a su lado y miró el título. Eran las Meditaciones de Denneker. Lo abrió al azar y empezó a leer.
«Lo mismo que ha sido ordenado por Dios que toda carne tenga espíritu y adopte por tanto las facultades espirituales, también el espíritu tiene los poderes de la carne, aunque se salga de ésta y viva como algo aparte, como atestiguan muchas violencias realizadas por fantasmas y espíritus de los muertos. Y hay quien dice que el hombre no es el único en esto, pues también los animales tienen la misma inducción maligna, y...»
Interrumpió su lectura una conmoción en la casa, como si hubiera caído un objeto pesado. El lector soltó el libro, salió corriendo de la habitación y subió velozmente las escaleras que conducían al dormitorio de Fleming. Intentó abrir la puerta pero, contrariando sus instrucciones, estaba cerrada. Empujó con el hombro con tal fuerza que ésta cedió. En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Fleming moribundo.
El médico levantó la cabeza de éste del suelo y observó una herida en la garganta.
-Debería haber pensado en esto -dijo, suponiendo que se había suicidado.
Cuando el hombre murió, el examen detallado reveló las señales inequívocas de unos colmillos de animal profundamente hundidos en la vena yugular.
Pero allí no había habido animal alguno.
(*)Fuente: Ambrose Bierce

lunes, 30 de marzo de 2009

EL FANTASMA Y EL ENSALMADOR


Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes, los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de Phelim, debajo del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»-Vamos a encender fuego en el salón.
»-¿No será mejor en el comedor? -contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón.
»-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas -dice Lawrence.
»-Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón -va y dice mi padre.
»-Venga, Terry -dice Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo.
»-Bueno, como a ti te parezca, Lawrence -dice, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»-Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? -dice mi padre.
»-No digas bobadas -le contesta Larry-. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)-, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho -le dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado.
»-¡Maldita sea! -dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me duermo si me lo propongo."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente se acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»-¡Vaya, vaya! -dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil?
»-A su disposición, señoría -dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a su señoría.
»-Terence -dice el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia.
»-Gracias, señoría -respondió mi padre, cobrando ánimos-. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría.
»-¿Que Dios me tenga en su gloria? -dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio -dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.
»-No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante -le dice mi padre.
»-Desde luego que sí -dice el señor-, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar -dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta-. Escúchame bien, Terence Neil -dice-. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»-Sí que es verdad -dice mi padre.
»-Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato -dice el otro.
»-Así es como yo lo llamaría, sí señor -dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»-Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres -va y dice-, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.
»-Sí que es una lástima -dice mi padre-. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy...
»-Calla la boca, deslenguado -dice el señor-. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta -dice sentándose frente a mi padre-. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.
«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)
»-¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?
»-Calla la boca, estúpido -dice el señor-. Ahora te explico por qué me molesta la pierna -dice-. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes -dice-; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor -dice-. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio.
»-Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría -dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-. Sólo lo hago con pobres hombres como yo.
»-No seas pelotillero -dice el señor-. Aquí tienes la pierna -dice, levantándola hacia mi padre-. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»-Tira fuerte, imbécil -dice el señor.
»-Como mande su señoría -dice mi padre.
»-Más fuerte -dice el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»-Voy a beber un traguito para darme ánimos -dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella . -A tu salud, Terence -dice-, y sigue tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.»

(*)Fuente: Joseph Sheridan Le Fanu

domingo, 29 de marzo de 2009

EL CONVENIO DE SIR DOMINICK


Así como los contratos de compra-venta y de alquiler están rigurosamente legislados, los pactos diabólicos tendrían que estar incluidos en la ley. Por ejemplo, el artículo primero enumeraría los elementos necesarios:
- Viejo pergamino
- Pluma
- Aguja Esterilizada
- ALMANAQUE PERPETUO...
En los primeros días del otoño de 1838 un asunto de negocios me llevó al sur de Irlanda. El tiempo era agradable, el lugar y la gente me eran nuevos. Alquilé un caballo en una taberna y envié mi equipaje con un sirviente a bordo de una diligencia de correo y luego, con la curiosidad de un explorador, inicié un recorrido de 25 millas a caballo, por caminos inhóspitos, hasta llegar a mi destino. Atravesé pantanos, colinas, planicies y castillos en ruinas, siempre bajo un consistente viento.
Inicié la marcha tarde, y habiendo hecho poco menos de la mitad del camino, ya estaba pensando en hacer un alto en el próximo lugar conveniente, para que descansase el caballo y se alimentase, y también para hacerme de algunas provisiones.
Eran cerca de las cuatro cuando el camino, que ascendía gradualmente, se desvió a través de un desfiladero entre la abrupta terminación de unas montañas a mi izquierda, y una colina que se elevaba a mi derecha. Abajo se erguía una precaria villa bajo una larga línea de gigantescos árboles de hayas, cuyas ramas cobijaban a pequeñas chimeneas que emitían sus respectivas columnas de humo. A mi izquierda, separadas por millas, ascendiendo el cordón montañoso antes nombrado, había un bosque salvaje, cuyos follajes y helechos terminaban en las rocas.
A medida que descendía, el camino daba algunas curvas, siempre teniendo a mi izquierda el paredón de piedra gris, cubierto aquí y allá con hiedra. Y al acercarme a la villa, a través de sendas en el bosque, pude ver el largo murallón de una vieja y ruinosa casa ubicada entre los árboles, a medio camino entre el pintoresco paisaje montañoso.
La soledad y la melancolía de esa ruina picó mi curiosidad, y una vez que hube llegado a la posada de St. Columbkill, habiendo puesto a descansar a mi caballo y permitiéndome a mí mismo una buena comida, comencé a pensar nuevamente en el bosque y la casa ruinosa, resolviendo dar luego un paseo por aquellas soledades.
El nombre del lugar, supe, era Dunoran; y luego de traspasar el portón de entrada a la propiedad, inicié un paseo por la dilapidada mansión.
Una larga senda en la que sobresalían muchas ligustrinas, me llevó, luego de algunas curvas y recodos, a la vieja casona, bajo la sombra de los árboles.
El camino traspasaba una hondonada recubierta de malezas, pequeños árboles y arbustos, y la silente casa tenía su puerta principal abierta hacia esta oscura cañada. Más allá se extendían robustos árboles por entre la casa, en sus desiertos parques y establos.
Entré y vagué por todos lados, viendo ortigas y ligustrinas a través de los pasillos; de cuarto en cuarto los cielorrasos estaban caídos, y por aquí y por allá había vigas oscuras y raídas, con zarcillos de hiedra por todos lados. Las paredes altas, con el yeso picado, estaban manchadas y enmohecidas. Las ventanas estaban opacadas por la hiedra y, cerca de la gran chimenea unos grajos, especie de pequeños cuervos, revoloteaban mientras que de los árboles que cubrían la cañada, desde el otro lado, se escuchaban los graznidos de sus pichones.
Y, mientras caminaba por entre aquellos melancólicos pasillos, mirando solo en las habitaciones cuyos entarimados no estaban hundidos (circunstancia que hacía de mi exploración una actividad peligrosa), comencé a preguntarme por qué una casa tan grande, en el medio de tan pintoresco paisaje, se había permitido decaer; soñé con la hospitalidad de quienes mucho tiempo antes fueran sus dueños, e imaginé la escena de fiestas y francachelas que se habría visto en medianoche.
La gran escalera era de roble, y había aguantado maravillosamente el tiempo. Me senté en sus escalones pensando vagamente en la transitoriedad de todas las cosas bajo el sol.
Excepto por el ronco y distante clamor de los pichones, apenas perceptible desde donde yo me encontraba sentado, ningún sonido quebraba la profunda quietud del lugar. Raras veces había experimentado tal sentimiento de soledad. No había viento; ni siquiera el crepitar de una hoja marchita a través del pasillo. Todo era opresivo. Los altos árboles que se erguían alrededor de la casa la oscurecían y añadían algo de terror a la melancolía del lugar.
En ese momento, cercano a mí, escuché con desagradable sorpresa una voz muy particular, que repitió estas palabras:
-Comida para los gusanos, muerta y podrida.
Había una pequeña ventana en la pared, y a través de su oscuro hueco vi, casi entre las sombras, la forma difusa de un hombre, sentado y bamboleando su pie. Me miraba fijo y reía cínicamente; antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, repitió este dicho:
-Si la muerte fuera una cosa que con dinero se pudiese evitar, los ricos vivirían y los pobres habrían de morir.
-Fue una gran casa, señor -continuó- la Casa Dunoran, de los Sarsfield. Sir Dominick Sarsfield fue el último de su familia. Perdió la vida a no más de seis pies de distancia de donde usted está sentado.
Y mientras decía esto, saltó con un leve brinco al piso. Tenía el rostro oscuro, rasgos afilados, un poco encorvado. Tenía un bastón para caminar con el cual señaló a un punto en la pared. Una mancha en el yeso.
-¿Ve usted la marca, señor? -dijo.
-Sí -respondí, al tiempo que me paraba y miraba con curiosa anticipación.
-Está a unos siete u ocho pies del piso, señor, y usted no adivinará de qué proviene.
-Me temo que no -dije- supongo que es una mancha de humedad.
-Nada de eso, señor -respondió con la misma sonrisa cínica, aún apuntando al manchón con su bastón-. Es un manchón de sesos y sangre. Está ahí desde hace más de cien años; y nunca se irá mientras la pared esté en pie.
-Entonces, ¿fue asesinado?
-Peor que eso, señor -respondió.
-¿Tal vez se suicidó?
-Peor que eso, señor. Soy más viejo de lo que parezco, señor; usted no podrá adivinar mis años.
Se quedó en silencio, mirándome, como invitándome a una conjetura.
-Bueno, yo diría que usted tiene unos cincuenta y cinco.
Rió, tomó una pizca de rapé y dijo:
-Cumplí setenta hace poco.
-Le doy mi palabra que no lo aparenta; aún no lo puedo creer. ¿Usted no recuerda la muerte de sir Dominick Sarsfield? -dije, mirando la ominosa mancha de la pared.
-No, señor, eso ocurrió mucho antes de que yo naciera. Pero mi abuelo fue mayordomo aquí y muchas veces escuché de su boca el relato de la muerte de sir Dominick. No hubo mayordomo en la casa desde que ocurrió aquello, pero hubo dos sirvientes que la mantuvieron, y mi tía fue una de ellas. Ella me crió aquí hasta que tuve 9 años, hasta que se marchó a Dublín, desde ese momento todo comenzó a decaer. El viento fue despojando el tejado y la lluvia pudrió el maderamen. Poco a poco, a través de estos sesenta años, la casa se fue convirtiendo en esto que hoy ve usted. Pero yo aún tengo cierto afecto por el lugar, por los viejos tiempos. Nunca vengo por aquí, pero quise echar un vistazo. No pienso que esté viniendo muchas veces a ver la vieja casa, ya que estaré bajo el césped en no mucho tiempo.
-Usted se mantiene joven -dije, y dejando este trivial tema, comenté-: No me sorprende que le guste este viejo lugar; es un bello lugar, con muchos árboles.
-Desearía que lo hubiera visto cuando las nueces estaban maduras; son las nueces más dulces de toda Irlanda, creo -contestó con un práctico sentido de lo pintoresco-. Usted se llenaría los bolsillos mientras lo recorría.
-Este es un bosque muy antiguo -comenté-. No he visto ninguno más hermoso en toda Irlanda.
-¡Eiah! Usía, todas las montañas de por aquí ya tenían bosques cuando mi padre era mozo, y Murroa Wood era el más grande de todos. La mayoría eran robles, y hoy han sido en gran parte talados. Ni uno quedó que se pueda comparar con los de aquellos tiempos. ¿Qué camino tomó, usía, para llegar hasta aquí? ¿Vino desde Limerick?
-No. Killaloe.
-Bueno, entonces pasó por el lugar donde estaba en los viejos tiempos el Murroa Wood. Fue cerca de allí que sir Dominick Sarsfield se encontró por primera vez con el Diablo, el Señor nos libre, y este fue un mal encuentro para él.
Había tomado interés en esta aventura que había tenido lugar en el mismo marco que ahora me atraía tanto; y mi nuevo conocido, el pequeño encorvado, estaba bien dispuesto a narrarme la historia. Y comenzando a hablar, pronto nos sentamos.
-Cuando sir Dominick estaba aquí, la propiedad estaba esplendorosa; y aquí tenían lugar grandes fiestas, había música y se le daba la bienvenida a todos aquellos que se acercaban. Había vino de tonel de clase, comida caliente, como para incendiar una ciudad, y cerveza y sidra, como para hacer flotar un buque. Esto duraba casi todo el mes, hasta que el tiempo y la lluvia estropeaban las diversiones de nuestras danzas. Por esa época comenzaba la feria de Allybally Killudeen, distrayéndonos con sus diversiones.
"Pero sir Dominick sólo estaba comenzando, y no le había quedado método por intentar que lo llevase a deshacerse de su fortuna (bebida, dados, carreras, naipes y todo tipo de azares), con lo que no pasaron muchos años para que se viera en deuda y se convirtiera en un hombre muy desgraciado. Al mundo exterior mostró, mientras pudo, como que no ocurría nada. Luego vendió todos sus perros y luego fueron casi todos los caballos. Con eso se marchó a Francia, y nadie escuchó nada de él durante algo así como dos o tres años. Hasta que al final, muy inesperadamente, una noche se escuchó un golpe en la gran ventana de la cocina. Eran pasadas las diez y el viejo Connor Hanlon, mi abuelo el mayordomo, estaba sentado al lado del fuego, solo, calentándose. Soplaba un viento fuerte por las montañas, y silbaba a través de la copa de los árboles y hacía un ruido triste a través de la gran chimenea."
El narrador miró fijo a la más cercana chimenea, visible desde su asiento.
-Como no estaba seguro acerca del golpe en la ventana, se levantó y vio el rostro de su patrón. Mi abuelo se alegró de verlo bien, ya que hacía bastante tiempo que no tenía noticias de él; pero al mismo tiempo estaba triste porque habían cambiado las cosas y sólo estaban a cargo de la casa el viejo Juggy Broadrick y mi abuelo mismo, habiendo apenas un hombre en el establo, y era cosa muy lamentable volver a la propia casa en tal estado. Él le dio la mano a Connor y dijo:
"-Vine aquí para hablarle. Dejé mi caballo con Dick en el establo; si no lo vuelvo a buscar antes del amanecer, quiere decir que jamás lo volveré a utilizar.
"Dicho esto, fue a la gran cocina y tomó un taburete, donde se sentó para tomar un poco de calor del fuego.
"-Siéntate, Connor, frente a mí, y escucha lo que voy a contar, y no temas decir lo que pienses.
"Habló todo el tiempo mirando al fuego, con sus manos extendidas. Se veía muy cansado.
"-¿Y por qué habría de temer, amo Dominick? -preguntó mi abuelo-. Usted ha sido un buen amo para mí, lo mismo que su padre, que su alma descanse en paz, antes de usted. Y soy sincero.
"-Todo terminó para mí, Con -dijo sir Dominick.
"-¡Dios no lo permita! -dijo mi abuelo.
"-Reza por ello -dijo sir Dominick-. Perdí mi última moneda; sólo queda esta vieja casa. Debo venderla y he venido, sin saber bien por qué, a dar un último vistazo y luego marcharme hacia la oscuridad.
"Y dijo:
"-Con, dicen que el Diablo te da dinero durante la noche que al otro día se convierte en guijarros, astillas y cáscaras de nuez. Si juega limpio, creo que podré hacer negocios con él esta noche.
"-¡Dios no lo permita! -dijo mi abuelo, con un sobresalto, mientras se santiguaba.
"-¡Cómo pasa el tiempo! ¿Cuánto tiempo pasó desde que el capitán Waller lidió conmigo por la joya en New Castle?
-'Seis años, amo Dominick, y con el primer disparo le rompió la pierna.
"-Lo hice, Con -dijo él- y ahora desearía que, en cambio, él me hubiera atravesado el corazón. ¿Tienes un whisky?
"Mi abuelo tomó una botella de un aparador y sir Dominick lo sirvió en una copa.
"-Saldré para echar un vistazo a mi caballo -dijo, levantándose y enfundándose con su capa, y con la mirada fija como si estuviese pensando en algo malo.
"No tardaré más que un minuto en ir al establo y mirar el caballo por usted, señor -dijo mi abuelo.
"-No iba a ir al establo -dijo sir Dominick-; puedo decirte la verdad, ya que lo sabrás tarde o temprano. Iba a ir a través del bosque; si vuelvo me verás en no más de una hora. De cualquier manera, no sería bueno que me siguieras, ya que si lo haces te dispararía y sería un mal fin para nuestra amistad.
"Dicho esto, caminó por este pasillo de ahí. Abrió la puerta y salió hacia la espesura bajo la luz de la luna y el viento frío. Mi abuelo lo vio caminar a través del bosque, hasta que entró y cerró la puerta.
"Sir Dominick se detuvo para pensar cuando se encontró en el medio del bosque. No se había dado cuenta cuando dejó la casa, pero el whisky no le había aclarado la mente, tan solo le había dado coraje.
"Ya no sentía el viento, no temía a la muerte, ni pensaba en nada más que en la vergüenza y la caída de su familia.
"De pronto no le vino mejor idea que seguir caminando hasta Murroa Wood, en donde podía subirse a uno de los robles para colgarse con su pañuelo de una de las ramas.
"Era una brillante noche de luna llena, tan solo había una pequeña nube que de cuando en cuando ocultaba al satélite que, sin embargo, daba tanta luz como si fuera día.
"Marchó hacia el bosque de Murroa, iba tan rápido que cada uno de sus pasos equivalía a tres normales. No tardó mucho tiempo en llegar al lugar en que los robles extendían sus sarmentosas raíces y sus ramas como si fueran los maderos de un techo, dejando filtrar, empero, algo de la luz lunar, y provocando unas sombras gruesas y tan espesas como la suela de mi zapato.
"Ya estaba volviendo a su sobriedad, y comenzaba a afloja su paso, pensando que sería mejor enlistarse en el ejército del Rey de Francia.
"En ese momento, cuando había resuelto para sí mismo no quitarse la vida, fue que comenzó a escuchar un leve tintineo a través del bosque y, de pronto, vio a un gran caballero justo enfrente suyo, que venía caminando por ese mismo lugar.
"Era joven, tal como él, y vestía un sombrero ladeado, con un listón dorado a su alrededor, como el de un oficial, y una indumentaria como la que en algunas ocasiones vestían los oficiales franceses.
"Los dos caballeros se quitaron sus respectivos sombreros, y el extraño dijo:
"-Estoy reclutando, señor -dijo él- para mi soberano, y usted se dará cuenta de que mi dinero no se convertirá en guijarros, astillas y cáscaras de nuez a la mañana siguiente.
"Al mismo tiempo sacó una gran bolsa repleta de oro; sir Dominick sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.
"-No tema -dijo el extraño- el dinero no te consumirá. Si pruebas ser honesto y si esto prospera contigo, desearía proponerte un pacto. Hoy estamos a último día de febrero -continuó- te serviré durante siete años exactos, y al término de los mismos tú me servirás a mí. Volveré a buscarte cuando el séptimo año se cumpla, cuando el reloj surque el minuto entre febrero y marzo. Tú no me verás como un mal amo, ni tampoco como un mal sirviente. Amo mis propiedades; y ordeno todos los placeres y glorias del mundo. El contrato se iniciará hoy, y el arriendo se cumplirá en la medianoche del último día nombrado; y en el año de -me dijo el año, pero ciertamente lo olvidé- y si tú prefieres esperar para ver el progreso antes de firmar, tendrás un plazo de ocho meses y 28 días. Pero en este lapso no puedo hacer gran cosa por ti; y si llegado el día no quieres firmar, todo lo que te otorgué se desvanecerá, y te encontrarás tal y como esta noche, listo para colgarte del primer árbol.
"Bien, sir Dominick eligió esperar, y regresó a la casa con la bolsa llena de oro, tan redonda como su sombrero. Mi abuelo se alegró de ver a su amo seguro y regresando tan pronto. Llamó nuevamente por la cocina y dejó caer la bolsa sobre la mesa. Se quedó parado y moviendo los hombros, como si hubiera estado cargando un gran peso sobre ellos; miró la bolsa y mi abuelo lo miró a él, y de él a la bolsa y nuevamente a él. Sir Dominick se veía pálido como una hoja de papel.
"-No lo se, Con, ¿qué habrá dentro? Es la carga más pesada que jamás acarreé.
"Se mostró tímido para abrirla y antes de hacerlo hizo que mi abuelo avivara el fuego de la chimenea. Una vez abierta, vieron que la bolsa estaba repleta de monedas de oro, nuevas y brillosas, como si fueran recién salida de la casa de la moneda.
"Sir Dominick hizo que mi abuelo se sentara a su lado mientras contaba cada una de las monedas de la bolsa.
"No faltaba mucho para que rompiera el día cuando terminó de contar, y sir Dominick le hizo jurar a mi abuelo que no diría palabra de aquel asunto a nadie. Y él lo guardó en secreto.
"Cuando el plazo de los ocho meses y veintiocho días estaba cerca de expirar, sir Dominick regresó muy preocupado a esta casa. No sabía bien qué hacer. Nadie más que mi abuelo sabía algo sobre el tema, y no conocía ni la mitad de lo que había pasado.
"A medida que se acercaba el final del mes de octubre, sir Dominick se iba angustiando cada vez más.
"Una vez que pudo tranquilizarse pensando que no tendría que decir más nada sobre el asunto, ni hablar nuevamente con aquel que conociera en el bosque de Murroa, las deudas volvieron a hacer palpitar su corazón. Sólo unas semanas antes de la expiración del plazo, todo comenzó a andar mal. Un hombre le escribió desde Londres para decir que sir Dominick había pagado trescientas libras al hombre equivocado, y que debería pagar de nuevo; otro reclamaba una deuda de la que nunca antes había oído nada; y otro más, en Dublín, negaba el pago de una gran deuda, y sir Dominick no tenía idea de dónde había puesto los recibos. Por la misma fecha tuvo una cincuentena de reclamos similares.
"Una vez que llegó la noche del 28 de octubre, estaba por volverse loco con la cantidad de reclamos que le llegaban de todos lados. Sólo veía como salida el recurrir a su terrible amigo, aquel a quien había conocido aquella noche en el bosque de aquí cerca.
"Así que decidió marchar para cumplimentar el asunto que ya había iniciado, a la misma hora que había ido la última vez. Se quitó el crucifijo que llevaba en torno al cuello, ya que era católico, y su pequeño evangelio, y se deshizo de la astilla de la Sagrada Cruz que guardaba en un relicario, ya que desde que había tomado dinero proveniente del El Maligno, había comenzado a sentir miedo, y se había hecho de diversos elementos para protegerse del poder del demonio. Pero esa noche no se atrevía a llevarlos consigo, así que se los dio en la mano a mi abuelo, sin decirle palabra, con el rostro tan blanco como el papel. Luego tomó su sombrero y espada y le dijo a mi abuelo que estuviera pendiente de su regreso para luego salir hacia el bosque.
"Era una noche tranquila, y la luna, no tan brillante como la primera noche, iluminaba el brezal y las rocas y caía sobre el solitario bosque de robles.
"Su corazón iba latiendo, a medida que se acercaba al lugar, con mayor fuerza. No había sonido alguno, ni siquiera el aullido distante del perro de la villa cercana. Si no fuera por sus deudas y pérdidas que lo estaban por volver loco y, a pesar del temor por su alma, esperanzas del paraíso y de todo lo que su buen ángel le susurraba al oído, se habría dado la vuelta, habría enviado por su clérigo para que le tomare la confesión y le diera una penitencia, para poder cambiar su camino hacia una buena vida, ya que había llegado al punto de aterrorizarse por el pacto que iba a realizar.
"Aligeró el paso hasta que llegó al mismo lugar bajo las grandes ramas del viejo roble. Se detuvo y se sintió tan frío como un muerto. Imagínese que no se sintió mucho mejor cuando vio venir al mismo hombre por detrás del gran árbol.
"-Encontró que el dinero fue bueno -dijo éste- pero no fue suficiente. No importa, tendrás suficiente como para ahorrar. Te haré una sugerencia para que cada vez que necesites mi servicio, cada vez que desees verme, sólo tendrás que acudir a este lugar y recordar mi rostro en tu mente, y desear mi presencia. Ahora para fin de año ya no deberás ni un centavo, y nunca perderás a los naipes, siempre tendrás el mejor lanzamiento de dados y apostarás al caballo correcto. ¿Estás complacido?
"La voz de sir Dominick casi se atenazaba en su garganta, pero emitió una o dos palabras que significaban su consentimiento. Y con esto El Maligno lo tocó con una aguja, invitándolo a escribir unas palabras que tenía que repetir y que sir Dominick no comprendió, sobre dos delgadas hojas de pergamino. Con una de ellas se quedó el caballero, y la otra se la entregó a sir Dominick, dándosela en la misma mano de la que había tomado su sangre. También le cerró la herida, ¡y esto es verdad, como que usted está ahí sentado!
"Bueno, sir Dominick regresó a casa. Estaba muy asustado. Pero poco a poco iba calmándose. En breve tiempo se vio librado de sus deudas. El dinero pronto le cayó en avalancha, y nunca hizo apuesta o tomó parte en juego de azar que no ganara; y por sobre todo, no hubo pobre en sus propiedades que no fuese menos feliz que sir Dominick.
"Él volvió a los viejos tiempos, cuando el dinero propiciaba que hubiera sabuesos, caballos y vino en abundancia, muchos invitados, diversiones y todo aquello que alegraba la gran casa. Y algunos dijeron que sir Dominick estaba pensando en casarse, en tanto otros decían que no. De cualquier modo, algo había que lo preocupaba más de lo común y una noche, sin que nadie lo supiera, marchó al bosque de robles. Mi abuelo pensó que sería algún problema con una joven y bella dama de la que estaba celoso y enamorado. Pero es sólo una suposición.
"Bien, sir Dominick se metió en el bosque, caminando y espantándose cada vez más a medida que se iba acercando al punto de encuentro; luego de un rato allí, se estaba por volver sobre sus pasos, cuando vio a quien había ido a ver, sentado sobre una gran roca, bajo uno de los árboles. En lugar de estar ataviado como un elegante caballero, con el listón dorado y la gran vestimenta, ahora estaba vestido con harapos y su estatura era del doble que antes. Su rostro estaba embadurnado de hollín y tenía un gran martillo metálico, que se veía tan pesado como cincuenta, con un mango de casi un metro de largo entre sus rodillas. Estaba tan oscuro que no le vio claramente por un largo rato.
"Se paró, vio que tenía un tamaño descomunal. Qué ocurrió entre ellos mi abuelo jamás escuchó, pero sir Dominick se empezó a volver un tipo melancólico, noche tras noche, y no reía por nada ni decía palabra alguna a nadie. Cada vez empeoraba más y se volvía más solitario. Y esa cosa, cualquiera que fuera, solía atacarle espontáneamente, algunas veces de una forma y otras veces de otra, podía ser en lugares solitarios o cuando regresaba cabalgando solo a casa. Al final se desesperó tanto que envió por el sacerdote.
"El cura estuvo con él por largo tiempo, y cuando hubo escuchado toda la historia se marchó rápidamente en busca del obispo, quien estuvo aquí al día siguiente, dándole un buen consejo a sir Dominick. Le dijo que debía cortar por lo sano con los dados, los juramentos y la bebida, y que debía deshacerse de las malas compañías, para vivir en la virtud hasta que se cumpliera el plazo de siete años. Y si el Diablo no venía por él durante el minuto posterior a las doce en punto del primero de marzo, él estaría a salvo del pacto. No faltaban más de ocho o diez meses para que se cumpliera el plazo de los siete años, y sir Dominick vivió todo ese tiempo de acuerdo al consejo del obispo, tan estrictamente como si estuviera en un retiro.
"Bien, usted puede suponer que se sintió raro hasta que llegó la mañana del 28 de febrero.
"El cura llegó ese día, y sir Dominick y el reverendo se encerraron juntos en el cuarto que usted ve ahí, donde estuvieron rezando hasta casi la medianoche y durante la siguiente hora. No hubo signos de desorden ni mayor disturbio, y el obispo durmió esa noche en la habitación contigua de sir Dominick, despertando confortable al otro día, estrechando sus manos y besándose como dos camaradas luego de una victoria en la guerra.
"Sir Dominick creyó que tendría una placentera velada, luego de todas sus abstinencias y oraciones, así que invitó a una docena de sus camaradas, incluidos el cura, a cenar con él, y hubo copas y un sinfín de vino, juramentos, dados, naipes, cantinelas y cuentos, pero nada bueno para escuchar, de manera que él sacerdote se marchó cuando vio el rumbo que habían tomado las cosas. No faltaba mucho para la medianoche cuando sir Dominick, sentado a la cabeza de su mesa, exclamó:
"-¡Este es el mejor primero de marzo que jamás pasé con mis amigos!
"-Pero si no estamos a primero de marzo -dijo el señor Hiffernan de Ballyvoreen. Era un hombre erudito y siempre tenía un almanaque.
"-¿Qué día es entonces? -preguntó sir Dominick, pasmado, dejando caer una cuchara en el plato y mirándolo fijamente, como si tuviera dos cabezas.
"-Estamos a veintinueve de febrero, año bisiesto -dijo.
"Y mientras hablaban de esto, el reloj anunció las doce de la noche; y mi abuelo, que estaba medio dormido en su silla junto a la chimenea del vestíbulo, abrió los ojos y vio a un caballero robusto y no muy alto, con una capa y un cabello muy largo y negro, que escapaba de su sombrero, parado en ese lugar donde se ve esa luz contra la pared."
Mi encorvado amigo apuntó con su bastón a una pequeña franja que iluminaba la luz del atardecer, que hacía un relieve sobre la profunda oscuridad del pasillo.
-Dile a tu amo -dijo él con una voz espantosa, como la del gruñido de una bestia- que estoy aquí por un contrato, y que lo esperaré durante un minuto.
"Mi abuelo subió por esas escaleras sobre las cuales usted está sentado.
"-Dile que aún no puedo bajar -dijo sir Dominick, y volviéndose a sus compañeros en el cuarto, les dijo, con un sudor frío en la frente-: Por el amor de Dios, caballeros, ¿alguno de ustedes podría saltar por la ventana e ir en busca del cura?
"Todos se miraron entre sí, sin saber qué hacer, y en ese momento mi abuelo regresó diciendo:
"-Señor, dice que, a no ser que baje, él subirá por usted.
"-No comprendo esto, caballeros, veré que significa -dijo sir Dominick, al tiempo que recomponía su semblante y caminaba a través del cuarto, como un hombre condenado al que su verdugo espera fuera. Al bajar las escaleras, algunos de sus camaradas espiaron a través del pasamanos. Mi abuelo iba caminando seis u ocho escalones detrás suyo, y llegó a ver al extraño dar unas zancadas en dirección a sir Dominick. Lo tomó entre sus brazos e hizo girar su cabeza contra la pared. En ese momento las velas y los leños de las chimeneas se apagaron con un fuerte viento que recorrió todo el piso.
"Los compañeros bajaron corriendo. Un golpe provino de la puerta principal. Algunos corrieron para arriba y otros para abajo, con faroles. Encontraron a sir Dominick. Alumbraron su cadáver y pusieron sus hombros contra la pared; pero no pudo decir ni media palabra, ya se había enfriado y se estaba poniendo tieso.
"Pat Donovan llegaba tarde esa noche. Luego que traspasó el pequeño arroyo, y que su carruaje se encaminó hacia la casa, faltando unos veinticinco metros para llegar, su perro, que estaba a su lado, dio un giro súbito y brincó, dando un aullido que se habrá escuchado a una milla a la redonda; en ese momento dos hombres pasaron a su lado en silencio, provenientes de la casa. Uno de ellos era pequeño y robusto y el otro como sir Dominick, pero sólo la forma, ya que como había muy poca luz bajo los árboles por donde pasaron, sólo se veían como sombras. Cuando pasaron por ahí, él no pudo escuchar sus pasos. Se asustó bastante y, cuando llegó a la casa, encontró a todos en una gran confusión, en torno al cadáver del dueño, con la cabeza en pedazos, yaciendo en aquel lugar."
El narrador se detuvo y me indicó con la punta de su bastón el sitio exacto en donde estaba el cuerpo de sir Dominick, y mientras miraba, las sombras iban oscureciendo el manchón rojizo, a medida que el sol se iba ocultando tras las distantes colinas de New Castle, dejando la fantasmagórica escena en el profundo gris de la penumbra.
Al fin el narrador y yo partimos, no sin despedirnos con buenos deseos y una pequeña "propina" de mi parte que no fue mal venida.
Estaba oscuro y la luna brillaba en lo alto cuando llegué a la villa, monté mi caballo y di una última mirada al lugar de la terrible leyenda de Dunoran.

(*)Fuente; Joseph Sheridan Le Fanu

viernes, 27 de marzo de 2009

ELEONORA


Sub conservatione formæ specifícæ salva anima.
(Raimundo Lulio)
Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.
La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de Dios.
Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su soberano, el Sol.
Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.
La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.
Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero sólo una vez!- me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los míos.
Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.
Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:
«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.»

(*)Fuente: Edgar Allan Poe

jueves, 26 de marzo de 2009

¿QUIÉN SABE?


¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo ocasión de escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me atreveré? ¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loca!.Si no estuviese seguro de lo que he visto, seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en mis comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?Me encuentro actualmente en un sanatorio; pero si entré en él ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una persona conoce mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito. Realmente no sé para qué. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento dentro de mí como una intolerable pesadilla.

Hela aquí:

He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo, de estar solo.

Este anhelo es más que un impulso, es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.

Tanto me agrada estar solo, que ni siquiera puedo soportar que otras personas duerman bajo el mismo techo que yo. No vivo en París, porque sería para mí una perpetua agonía. Me siento morir moralmente, es para mí un martirio del cuerpo y de los nervios esa muchedumbre inmensa que hormiguea, que se mueve a mi alrededor, hasta cuando duerme. Porque, aún más que la palabra de los demás, me resulta insufrible su sueño. Cuando sé, cuando tengo la sensación de que, detrás de la pared, existen vidas que se ven interrumpidas por esos eclipses regulares de la razón, no puedo ya despertar.

¿Por qué soy de esta manera? ¡Quién lo sabe! Es imposible que la razón de todo esto sea muy sencilla; todo lo que ocurre fuera de mí me cansa muy pronto. Y son muchos los que se encuentran en mi mismo caso.En la tierra vivimos gentes de dos razas. Los que tienen necesidad de los demás, aquellos a quienes los demás distraen, ocupan, sirven de descanso, y a los que la soledad cansa, agota, aniquila, lo mismo que la ascensión a un nevero o la travesía de un desierto, y aquellos otros a los que, por el contrario, los demás cansan, molestan, cohíben, abruman, en tanto que el aislamiento los tranquiliza, les proporciona un baño de descanso en la independencia y en la fantasía de sus meditaciones.

En resumidas cuentas, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos tienen condiciones para vivir hacia afuera; otros, para vivir hacia adentro. En mí se da el caso de que la atención exterior es de corta duración y se agota pronto, y cuando llega a su límite, me acomete en todo mi cuerpo y en toda mi alma un malestar intolerable.

Como consecuencia de todo lo que antecede, yo me apego, es decir, estaba fuertemente apegado a los objetos inanimados, que vienen a adquirir para mí una importancia de seres vivos. Mi casa se convierte, se había convertido en un mundo en el que yo llevaba una vida solitaria, pero activa, en medio de aquellas cosas: muebles, chucherías familiares, que eran para mí como otros tantos rostros simpáticos. Había ido llenándola poco a poco, adornándola con ellos, y me sentía contento y satisfecho allí dentro, feliz como en los brazos de una mujer agradable cuya diaria caricia se ha convertido en una necesidad suave y sosegada.Hice construir aquella casa en el centro de un hermoso jardín que la aislaba de los caminos concurridos, a un paso de una ciudad en la que me era dable encontrar, cuando se despertaba en mí tal deseo, los recursos que ofrece la vida social. Todos mis criados dormían en un pabellón muy alejado de la casa, situado en un extremo de la huerta, que estaba cercada con una pared muy alta. Tal era el agrado y el descanso que encontraba al verme envuelto en la oscuridad de las noches, en medio del silencio de mi casa, perdida, oculta, sumergida bajo el ramaje de los grandes árboles, que todas las noches permanecía varias horas para saborearlo a mis anchas, costándome trabajo meterme en la cama.

El día de que voy a hablar habían representado Sigurd en el teatro de la ciudad. Era aquélla la primera vez que asistía a la representación de ese bello drama musical y fantástico, y me produjo un vivo placer.Regresaba a mi casa a pie, con paso ágil, llena la cabeza de frases musicales y la pupila de lindas imágenes de un mundo de hadas. Era noche cerrada, tan cerrada que apenas se distinguía la carretera y estuve varias veces a punto de tropezar y caer en la cuneta. Desde el puesto de arbitrios hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez un poco más, o sea veinte minutos de marcha lenta. Sería la una o la una y media de la madrugada; se aclaró un poco el firmamento y surgió delante de mí la luna, en su triste cuarto menguante. La media luna del primer cuarto, es decir, la que aparece a las cuatro o cinco de la tarde, es brillante, alegre, plateada; pero la que se levanta después de la medianoche es rojiza, triste, inquietante; es la verdadera media luna del día de las brujas. Esta observación han debido hacerla todos los noctámbulos. La primera, aunque sea delgada como un hilo, despide un brillo alegre que regocija el corazón y traza en el suelo sombras bien dibujadas; la segunda apenas derrama una luz mortecina, tan apagada que casi no llega a formar sombras.

Distinguí a lo lejos la masa oscura de mi jardín y, sin que yo supiese de dónde me venía, se apoderó de mí un malestar al pensar que tenía que entrar en él. Acorté el paso. La temperatura era muy suave. Aquella gruesa mancha del arbolado parecía una tumba dentro de la cual estaba sepultada mi casa.Abrí la puerta y penetré en la larga avenida de sicomoros que conduce hasta el edificio y que forma una bóveda arqueada como un túnel muy alto, a través de bosquecillos opacos unas veces y bordeando otras los céspedes en que los encañados de flores estampaban manchones ovalados de tonalidades confusas en medio de las pálidas tinieblas.

Una turbación singular se apoderó de mí al encontrarme ya cerca de la casa. Me detuve. No se oía nada. Ni el más leve soplo de aire circulaba entre las hojas. "¿Qué es lo que me pasa?", pensé. Muchas veces había entrado de aquella manera desde hacía diez años, y jamás sentí el más leve desasosiego. No era que tuviese miedo. Jamás lo tengo durante la noche. Si me hubiese encontrado con un hombre, con un merodeador, con un ladrón, todo mi ser físico habría experimentado una sacudida de furor y habría saltado encima de él sin la menor vacilación. Iba, además, armado. Llevaba mi revólver, porque quería resistir a aquella influencia recelosa que germinaba en mí.

¿Qué era aquello? ¿Un presentimiento? ¿El presentimiento misterioso que se apodera de los sentidos del hombre cuando va a encontrarse frente a lo inexplicable? ¡Quién sabe!.

A medida que avanzaba, me corrían escalofríos por la piel; cuando me hallé frente al muro de mi gran palacio, que tenía las contraventanas echadas, tuve la sensación de que tendría que dejar pasar algunos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Me senté en un banco que había debajo de las ventanas del salón. Y allí me quedé, un poco trémulo, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos y clavados en la sombra del arbolado. Nada de extraordinario advertí a mi alrededor en aquellos primeros instantes. Me zumbaban algo los oídos, pero ésta es una cosa que me ocurre con frecuencia. A veces creo oír trenes que pasan o campanas que tocan o el pataleó de muchedumbres en marcha.

Pero aquellos ruidos interiores se hicieron más netos, más precisos, más identificables. Me había engañado. No era el bordoneo habitual de mis arterias el que me llenaba los oídos con aquellos rumores; era un ruido muy característico y, sin embargo, muy confuso, que procedía, sin duda alguna, del interior de la casa.

Distinguía aquel ruido continuo a través del muro, tenía casi más de movimiento que de ruido, un confuso ajetreo de una multitud de objetos, como si moviesen, cambiasen de sitio y arrastrasen con mucho tiento todos mis muebles.

Estuve largo rato sin dar crédito a mis oídos; pero aplicando la oreja a una de las contraventanas para distinguir mejor aquel extraño ajetreo que parecía tener lugar dentro de mi casa, quedé plenamente convencido, segurísimo, de que algo anormal e incomprensible ocurría. No sentía miedo, pero estaba..., ¿cómo lo diré?, asustado de asombro. No amartillé mi revólver, porque tuve la intuición segura de que no me haría falta.

Esperé.Esperé largo rato, sin decidirme a actuar, con la inteligencia lúcida, pero dominado por loca inquietud. Esperé de pie y seguí escuchando el ruido, cada vez mayor, que adquiría por momentos una intensidad violenta, hasta parecer un refunfuño de impaciencia, de cólera, de motín misterioso.Me entró de pronto vergüenza de mi cobardía, eché mano al manojo de llaves, elegí la que me hacía falta, la metí en la cerradura, di dos vueltas y empujé con todas mis fuerzas, enviando la hoja de la puerta a chocar con el tabique.

Aquel golpe resonó como el estampido de un fusil, pero le respondió, de arriba abajo de mi casa, un tumulto formidable. Fue una cosa tan imprevista, tan terrible, tan ensordecedora, que retrocedí unos pasos y, aunque tan convencido como antes de su inutilidad, saqué el revólver de la funda.

Esperé todavía, aunque muy poco tiempo. Lo que ahora oía era un pataleo muy raro en los peldaños de la escalera, en el entarimado, en las alfombras, pero no era un pataleo de calzado, de zapatos de hombre, sino de patas de madera y de patas de hierro que vibraban como címbalos. Y, de pronto, veo en el umbral de la puerta un sillón, mi cómodo sillón de lectura, que se marchaba de casa, contoneándose. Y se fue por el jardín hacia adelante. Y detrás de él, otros, los sillones de mi salón, y a continuación los canapés bajos, arrastrándose como cocodrilos sobre sus patitas cortas, y en seguida todas las sillas, dando saltitos de cabra, y los pequeños taburetes que trotaban como conejos.

¡Era una cosa emocionante! Me escondí en un bosquecillo, y allí permanecí agazapado, contemplando aquel desfile de mis muebles, porque se marchaban todos, uno detrás de otro, con paso vivo o pausado, de acuerdo con su altura o su peso. Mi piano, mi magnifico piano de cola cruzó al galope, como caballo desbocado, con un murmullo musical en sus ijares; los objetos menudos iban y venían por la arena como hormigas, los cepillos, la cristalería, las copas en las que la luna ponía fosforescencias de luciérnagas. Las telas reptaban o se alargaban a manera de tentáculos, como pulpos de mar. Vi que salía mi escritorio -mi querido escritorio- una hermosa reliquia del siglo pasado, en el que estaban todas las cartas que yo recibí, la historia toda de mi corazón, una historia antigua que me ha hecho sufrir mucho. Dentro de él había también fotografías.

De improviso se me pasó el miedo, me abalancé sobre el escritorio, lo agarré como se agarra a un ladrón, como se agarra a una mujer que escapa; pero él llevaba una marcha incontenible y, a pesar de mis esfuerzos, a pesar de mi cólera, no conseguí moderar su velocidad. Yo hacía esfuerzos desesperados para que no me arrastrase aquella fuerza espantosa y caí al suelo. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena y los muebles que venían detrás empezaron a pisotearme, magullándome las piernas; lo solté por fin y entonces los demás pasaron por encima de mi cuerpo, lo mismo que pasa un cuerpo de caballería que carga por encima del soldado que ha sido derribado del caballo.

Loco de terror, conseguí al fin arrastrarme hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los árboles, a tiempo de ver cómo desaparecían los objetos más íntimos, los más pequeños, los más modestos, los que yo conocía menos entre todos los que habían sido de mi propiedad.

Así estaba, cuando oí a lo lejos, dentro de mi casa, que había adquirido sonoridad como todas las casas vacías, un ruido formidable de puertas que se volvían a cerrar. Empezaron los portazos en la parte más alta, y fueron bajando hasta que se cerró por último la puerta del vestíbulo que yo, insensato de mí, había abierto para facilitar aquella fuga.

También yo escapé, echando a correr hacia la ciudad, y no recobré mi serenidad hasta que me vi en sus calles y tropecé con algunas gentes trasnochadoras. Fui a llamar a la puerta de un hotel en el que era conocido. Me había sacudido las ropas con las manos para quitar el polvo; les expliqué que había perdido mi llavero, en el que tenía también la llave de la huerta en que estaba el pabellón aislado donde dormían mis criados, huerta rodeada de altas tapias que impedían a los merodeadores meter mano en las verduras y frutas.

Me tapé hasta los ojos en la cama que me dieron, pero no pude conciliar el sueño, y aguardé la llegada del día escuchando los golpes acelerados de mi corazón. Les había dicho que avisaran a mi servidumbre en cuanto amaneciese, y mi ayuda de cámara llamó a mi puerta a las siete de la mañana.

Parecía trastornado.

-Ha ocurrido esta noche una gran desgracia, señor, -me dijo.

-¿Qué sucedió?

-Han robado todo el mobiliario del señor; absolutamente todo, hasta los objetos más insignificantes.

Aquella noticia me alegró. ¿Por qué? ¡Vaya usted a saber! Yo me sentía muy dueño de mí, estaba seguro de poder disimular, de no decir a nadie una palabra de lo que había visto, de ocultar aquello, de enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Le contesté:

-Entonces se trata de los mismos individuos que anoche me robaron a mí las llaves. Es preciso dar parte a la policía inmediatamente. Voy a levantarme y me reuniré en seguida con usted.

Cinco meses duró la investigación. No se llegó a descubrir el paradero de nada, no se encontró la más insignificante de mis chucherías, ni se llegó a dar con el más ligero rastro de los ladrones. ¡Claro está que si yo hubiese dicho lo que sabía!... Si hubiese hablado..., me habrían encerrado a mí; no a los ladrones, sino al hombre que aseguraba haber visto semejante cosa.

Supe cerrar la boca. Pero no volví a amueblar mi casa. ¿Para qué? Se hubiera repetido siempre el mismo caso. No quería entrar de nuevo en ella. No entré. No volví a verla.

Regresé a Paris, me instalé en un hotel y consulté a los médicos acerca de mi estado nervioso, que me preocupaba mucho desde los acontecimientos de aquella noche lamentable.

Me animaron a que viajase. Seguí su consejo.

(*)Fuente: Guy de Maupassant

miércoles, 25 de marzo de 2009

LA PATA DE MONO


La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

(*)Fuente: William Wymark Jacobs