BIENVENIDO A LOS OTROS MUNDOS DE CABALAYKA

viernes, 1 de mayo de 2009

LA JOYA DE LAS SIETE ESTRELLAS I



I. UNA LLAMADA EN LA NOCHE

Era todo tan real que apenas podía imaginar que me hubiese ocurrido en otro tiempo; y, sin embargo, cada episodio se me presentaba no como una nueva fase de la lógica de las cosas, sino como algo esperado. De nuevo veía el ligero esquife, reposando perezoso en el agua tranquila, al abrigo de la luz feroz del mes de julio y a la fresca sombra de las ramas de sauce extendida sobre el río.
Yo en pie sobre la oscilante embarcación y ella sentada inmóvil, mientras con las manos se protegía del choque de las ramitas de los sauces. De nuevo veía el agua de color pardo dorado bajo el dosel de verde translúcido, y la orilla herbosa tenía un tono de esmeralda. Otra vez parecía estar sentado con ella a la fresca sombra. Rodeados por los infinitos ruidos de la naturaleza los dos solos; en tanto que ella, olvidados tal vez los convencionalismos en que se había educado, me refería, con la mayor naturalidad, su nueva vida, en la que tan sola se sentía.
Y, en tono triste, me hizo sentir cómo en aquella espaciosa casa todos sus habitantes se veían aislados por la magnificencia de su padre y de ella misma. Que, allí, la simpatía y la confianza no tenían ningún altar y que incluso el rostro de su padre le parecía tan distante como la antigua vida moral que había llevado. Una vez más, el buen juicio de mi virilidad y la experiencia de mis años se pusieron a los pies de la joven. Pero nunca existe el descanso perfecto, porque, de pronto, las puertas del sueño fueron abiertas de par en par y mis oídos atendieron al ruido que acababa de molestarme, demasiado continuo e insistente para que no se le hiciese caso.
Detrás de él había alguna inteligencia activa. Instintivamente miré el reloj; eran las tres de la mañana y ya en el cielo empezaba a descubrirse algún leve resplandor de la aurora. Era evidente que la llamada resonaba en la puerta principal de nuestra propia casa y también que nadie estaba despierto para atender a ella. Me puse la bata y las zapatillas y me fui allá. Al abrir la puerta vi a un elegante lacayo, una de cuyas manos oprimía sin cesar el timbre eléctrico mientras la otra golpeaba el aldabón.
En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra golpeaba el aldabón. En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra me entregó una carta. Ante la puerta vi un elegante automóvil y a un policía con su farol nocturno aún encendido, en el cinturón, que acudió atraído por el ruido.—Dispénseme el señor por haberle molestado, pero tenía órdenes muy estrictas. Además, me dijeron que no perdiese un momento y que no dejara de llamar hasta que acudiese alguien. ¿Vive aquí el señor Malcolm Ross?
—Yo soy el señor Malcolm Ross.
—En tal caso, señor, la carta y el automóvil son para usted.
Con extraña curiosidad tomé la carta que me entregaban. En mi calidad de abogado tuve desde luego extraños casos, pero nunca me ocurrió ninguno como aquél. Retrocedí al recibidor entornando la puerta y encendí la luz eléctrica.
La carta era de letra femenina y, sin dirección alguna, empezaba así:
«Dijo usted que me ayudaría con gusto en caso necesario y estoy persuadida de que habló sinceramente. Antes de lo que esperaba ha llegado esta ocasión. Me encuentro en una situación muy desagradable y no sé a quién llamar ni de qué valerme. Temo que han querido asesinar a mi padre; aunque, gracias a Dios, aún vive, pese a hallarse sin sentido. He llamado a los médicos y a la policía, pero no tengo a nadie en quien confiar. Si le es posible venga inmediatamente y perdóneme, si puede. Supongo que más adelante comprenderá la razón de que le haya pedido este favor, pero ahora no soy capaz de reflexionar. Venga. Venga en seguida.
Margaret Trelawny»

En mi mente sentí a la vez el dolor y el entusiasmo. Pero dominó la idea de que ella se hallaba en un apuro y me había llamado..., a mí. Así, pues, cuando soñé con ella, no fue sin motivo.
Llamé al lacayo y le dije:
—Espere; dentro de un minuto estoy con usted.
Luego, eché a correr escaleras arriba.
Poco tiempo me bastó para lavarme y vestirme; de modo que, en breve, recomamos las calles con toda la velocidad que permitían el tráfico y el reglamento. Yo había dicho al lacayo que se sentara a mi lado a fin de que me contase, durante el trayecto, todo lo sucedido. Él accedió azorado y habló con la gorra sobre las rodillas:
—La señorita Trelawny, señor, mandó recado de que preparásemos cuanto antes un coche y, luego, acudió ella para darme la carta y recomendar al cochero que se diese prisa. Me aconsejó que no perdiese un segundo y que no dejase de llamar hasta que abriesen la puerta.
—Ya lo sé..., ya me dijo usted eso. Lo que quiero averiguar es por qué ella me ha hecho llamar. ¿Qué ha ocurrido en la casa?
—No lo sé, señor. A excepción de que encontraron al amo en su cuarto, sin sentido, con las sábanas ensangrentadas y una herida en la cabeza. Quizá no se hubiese podido salvar, pero, por suerte, la señorita Trelawny descubrió su estado.
—¿Y cómo sucedió, a tal hora de la noche?
—Lo ignoro en absoluto, señor, y no conozco ningún detalle.
Rápidamente seguimos nuestro camino a lo largo de Knightsbridge, luego dimos la vuelta por el Kensington Palace Road, y después nos detuvimos ante una casa muy grande situada a mano izquierda. Era un edificio magnífico, no sólo con respecto a su medida, sino también por su arquitectura. Y aun a la luz grisácea del amanecer, que tiende a disminuir el tamaño de las cosas, parecía muy grande. La señorita Trelawny me recibió en el hall.
No pude observar en ella ninguna timidez. Al parecer, ejercía su autoridad en cuantos la rodeaban gracias a su buena raza y exquisita educación, cosa mucho más notable porque estaba muy agitada y tan blanca como la nieve. En el hall había varios criados. Los hombres se habían agrupado cerca de la puerta y las mujeres ocupaban uno de los rincones más alejados. Un superintendente de policía acababa de hablar con la señorita Trelawny y cerca de él se veía a tres agentes de paisano. Cuando ella tomó, impulsiva, mi mano, apareció en sus ojos una mirada de alivio y dio un suspiro de satisfacción. Su saludo fue muy sencillo.
—Ya sabía yo que vendría.
El apretón de una mano puede ser muy significativo, aunque nada quiera expresarse con él. La mano de la señorita Trelawny pareció perderse en la mía, no porque fuese muy pequeña —aunque era fina y flexible, de dedos largos y delicados, y muy hermosa—, más bien era una sumisión inconsciente. Y aunque, por el momento, no pude adivinar la causa de la emoción que me sobrecogió, la comprendí luego.
Ella se volvió al agente de policía diciendo:
—Le presento al señor Malcolm Ross.
El oficial de policía saludó y contestó:
—Ya lo conozco, señorita. Tal vez tendrá la bondad de recordar que tuve el honor de trabajar con él en el caso de los monederos falsos de Brixton.
—¡Ya lo creo, superintendente Dolan!. —exclamó—. Lo recuerdo muy bien.
Luego nos estrechamos las manos, cosa que, al parecer, contentó a la señorita Trelawny. Por eso dije al superintendente:
—Quizá será mejor que la señorita Trelawny pueda hablarme a solas durante unos minutos. Usted, desde luego, ya está enterado de todo lo que pasa. Y yo entenderé mejor las cosas si puedo hacerle unas cuantas preguntas a la señorita. Después hablaré con usted.
—Con mucho gusto —contestó el superintendente en tono cordial.
Siguiendo a la señorita Trelawny, me dirigí a una salita que daba al hall y al jardín de la parte posterior de la casa, y, una vez hube cerrado la puerta, la joven dijo:
—Más tarde le daré a usted las gracias por su bondad viniendo a mi lado en un momento de apuro, pero ahora podrá ayudarme usted mejor cuando conozca lo sucedido. —Hizo una pausa y continuó:
—Me despertó un ruido, aún ignoro cuál. Únicamente sé que lo oí en mi sueño, porque, en el acto, me desperté con el corazón palpitante y el oído tenso. Mi dormitorio está al lado del de mi padre y, con frecuencia, antes de dormirme, le oigo moverse.
"Trabaja hasta muy tarde, de modo que si alguna vez me despierto muy temprano, o al amanecer, aún escucho sus movimientos.
"Una vez quise demostrarle que velar tanto no le seria bueno, pero no me quedaron ganas de repetir la tentativa, porque es hombre que puede mostrarse muy severo. Anoche me puse en pie sin hacer ruido y me acerqué. No oí nada, a excepción de un leve ruido, como si arrastra-sen algo, seguido de una respiración pesada. Por fin, cobré valor y entreabrí la puerta. Dentro reinaba la oscuridad y sólo pude divisar la silueta de la ventana; pero, en cambio, percibí mejor aquella respiración pesada. Abrí la puerta del todo, encendí la luz y penetré en la estancia. En primer lugar, miré hacia la cama y vi que las sábanas estaban revueltas como si papá se hubiese acostado. En el centro de la mesa había una gran mancha de color rojo oscuro, que se extendía hasta el borde. Aquello paralizó mi corazón. Luego vi a mi padre tendido en el suelo, sobre el lado derecho, como si hubiesen tirado su cuerpo.
"Debajo de él había un pequeño charco de sangre. Se hallaba delante del arca de caudales y vestía su pijama. La manga izquierda estaba arrancada, dejando al descubierto el brazo, que se tendía hacia el arca. El aspecto de aquel brazo, cubierto de sangre, con la carne arrancada o cortada en tomo de la cadena de oro que lleva en la muñeca, era espantoso."
La joven hizo una pausa y yo, tratando de distraerla, quise hablar, pero ella reanudó su discurso diciendo:
—No perdí un solo instante en pedir socorro, pues temía que mi padre se desangrase. Llamé con el timbre y a voces y, finalmente, llegaron algunos criados, que, al abandonar la cama, se habían vestido a toda prisa.
"Tendimos a mi padre sobre el sofá, y el ama de llaves, la señora Grant, que parecía tener más serenidad que nosotros, empezó a fijarse en el lugar del que manaba la sangre. Resultó que procedía del brazo desnudo. Allí tenia una herida profunda, no con el corte limpio de un cuchillo, sino, más bien, desgarrada junto a la muñeca, y, al parecer, con una vena cortada. La señora Grant improvisó un torniquete y, así, se contuvo la hemorragia. Yo, mientras tanto, me había serenado un poco y envié a un criado en busca del doctor y a otro para que avisara a la policía. En cuanto se marcharon, me di cuenta de que, a excepción de los criados, estaba sola en la casa, y no sabia nada acerca de mi padre ni de otra cosa alguna. Entonces, sentí el deseo de tener a alguien que me ayudase. Pensé en usted, en el ofrecimiento que me hizo el verano pasado, y, sin detenerme a reflexionar, ordené que le preparasen un automóvil y le escribí unas líneas."
Hizo una pausa para, tras un esfuerzo manifiesto, continuar su historia:
—El doctor vino casi en seguida porque el sirviente lo encontró en la calle. Inmediatamente procedió a curar a papá y, mientras tanto, llegó un agente de policía, quien se apresuró a enviar un aviso al cuartelillo. De modo que, en el acto, se presentó el superintendente. Luego apareció usted.
Se interrumpió y, entonces, me aventuré a tomarle la mano por un instante. Sin pronunciar otra palabra, abrimos la puerta para reunirnos con el superintendente, que estaba en el hall. El nos recibió diciéndonos:
-Lo he examinado todo por mi mismo y acabo de mandar un aviso a Scotland Yard. En todo esto, señor Ross, he visto muchas cosas raras y he creído preferible que nos manden al individuo más apto que tengan en el departamento de investigación criminal Por esta razón he pedido que avisen al sargento Daw. Supongo que lo recordará usted, porque intervino en el caso de envenenamiento de Hoxton.
En efecto, recordé al sargento y creí que sería un buen elemento para el caso en que nos hallábamos.
Seguidamente nos dirigimos a la habitación del señor Trelawny, donde pude ver que la situación era tal como la había descrito su hija.
Poco después sonó el timbre de la puerta y no tardó en presentarse un joven de facciones aguileñas, ojos grises agudos y ancha frente propia de un pensador. Llevaba un maletín negro, que se apresuró a abrir. La señorita Trelawny me lo presentó como el doctor Winchester. En cuanto nos hubimos saludado, él se dedicó a su trabajo de curar al herido. De vez en cuando llamaba la atención del superintendente acerca de algún detalle de la lesión, y, especialmente, le señaló la circunstancia de que el brazo había recibido varios cortes o rasgaduras paralelas que empezaban en el lado izquierdo de la muñeca y que en algunos puntos, ponían en peligro la arteria radial.
-Esas heridas profundas y desiguales parecen haber sido causadas por un instrumento romo. -Luego volviéndose a la señorita Trelawny añadió-: ¿Podríamos quitar esa cadena? Eso proporcionaría alguna comodidad al paciente.
-No lo sé -contestó la joven-. Hace poco tiempo que vivo con mi padre y apenas conozco sus costumbres o sus ideas.
—No se preocupe usted por eso, señorita —contestó el doctor—. Por ahora podremos abstenemos de quitar esta cadena. Fíjese usted en que hay una llavecita sujeta a ella. Véala por sí misma. Esa cadena es de acero chapado en oro y, con seguridad, para quitársela, sería preciso una lima.
El superintendente se arrodilló para examinar aquella joya y el doctor invitó a la señorita Trelawny a que se fijara en ella.
(*)Fuente: Bram Stoker

1 comentario:

Amarië de Imladris dijo...

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