II. EXTRAÑAS INSTRUCCIONES
El superintendente Dolan se dirigió a la puerta, que entreabrió un poco para, posteriormente, dando un suspiro de alivio, abrirla de par en par a fin de dar paso a un joven de rostro afeitado, alto y esbelto, de semblante inteligente y mirada rápida, que se hacía cargo de todo de una sola ojeada. En cuanto los dos hombres se hallaron a un paso de distancia, se estrecharon la mano con la mayor cordialidad.
—He venido inmediatamente después de recibir su aviso, señor superintendente.
—Muchas gracias, sargento Daw.
Seguidamente, sin más preliminares, empezó a referir-le todo lo que sabía hasta entonces. El sargento hizo algunas preguntas, muy pocas, luego dirigió algunas rápidas miradas a su alrededor, se fijó en nosotros y, por último, en el herido que estaba inanimado sobre el sofá. Después se acercó a mi y recordó la ocasión en que habíamos estado en contacto. Tras haber cruzado unas frases, me dejó para ir a hablar con el doctor, a quien dirigió algunas preguntas acerca de la herida del paciente, y, finalmente, se volvió hacia la señorita Trelawny, diciéndole:
—Le ruego que me comunique todo cuanto sepa acerca de su padre; es decir, de su modo de vivir, su historia. En una palabra, todo lo que le parezca interesante.
—Por desgracia —contestó la señorita Trelawny—, sé muy poco.
—Perfectamente, señorita. Nos contentaremos con lo que usted sepa —contestó el detective—. Y ahora empezaré por hacerle un detenido examen.
Dichas estas palabras, el sargento Daw rogó a la señorita Trelawny que le relatase lo ocurrido. En cuanto ella hubo terminado, aquel hombre se acercó a la cama, la miró atentamente y preguntó:
—¿Sabe usted si la ha tocado alguien?
—No, señor —contestó la joven.
Daw sacó una lupa muy grande del bolsillo y examinó la cama, cuidando de no alterar en nada la posición de las sábanas y, especialmente, fijándose en las manchas de sangre, que llegaban hasta el suelo. Luego se dirigió a las ventanas, que estaban cerradas, y preguntó si, en el momento de ocurrir el hecho, estaban colocados los postigos, a lo cual la señorita Trelawny contestó negativa-mente. Mientras tanto, el doctor Winchester cuidaba al herido y le vendaba las lesiones de la muñeca. Al terminar, procedió a un minucioso reconocimiento de la cabeza del señor Trelawny y se fijó en la región precordial, así como en la garganta. Más de una vez acercó la nariz a la boca del herido, aspirando el aire, y mirando, sin darse cuenta, en tomo de la estancia, como si buscara algo.
De pronto oímos la fuerte voz del detective que decía:
—Por lo que he observado hasta ahora, se trataba de llevar hasta la caja de caudales la llavecita sujeta a la pulsera del señor Trelawny. Al parecer, en la cerradura del arca hay un secreto que, por ahora, desconozco. Pero iré a casa de los fabricantes para averiguarlo.
Volviéndose al doctor, añadió:
—¿Puede usted comunicarme algo, señor Winchester?
—Como ya le dije —replicó éste—, haré un relato detallado; aunque, por desgracia, pocas son las cosas que podré consignar. En la cabeza del señor Trelawny no hay ninguna contusión que explique el estado de estupor en que se halla. Por consiguiente, debería creer que ha sido narcotizado o sometido a una influencia hipnótica. Sin embargo, pienso que no ha ingerido ningún narcótico o, por lo menos, ninguno que conozca. Aunque, en esta habitación, tan saturada de los olores que expelen las momias, es difícil asegurar nada, pues cabe la posibilidad de que la substancia química causante de este estado de inconsciencia tuviese un aroma muy delicado. También es probable que el paciente hubiese tomado algún somnífero, y que, en el curso de su sueño, se hubiese herido; sin embargo, no lo creo factible.
—Tal vez tenga usted razón —contestó el sargento—. Pero ante todo, hemos de encontrar el instrumento que le causó la herida en la muñeca. Supongo que, por ahí, encontraremos huellas de sangre.
—Lo mismo creo -contestó el doctor, sujetándose mejor los lentes como si se dispusiera a replicar—, Pero si el paciente ha hecho uso de alguna droga extraña quizás se tratara de una substancia sin efectos inmediatos. Así, pues, hemos de estar preparados para todas las eventualidades.
—Todo eso que dice usted, doctor, es muy acertado —indicó entonces la señorita Trelawny-. Por lo menos, en lo referido al somnífero. Pero tenga usted en cuenta que en tal caso, habría que dar por supuesto que la herida se la infligió mi padre después de haber notado los efectos del narcótico —el detective y el doctor hicieron un gesto de asentimiento y la señorita Trelawny continuó.— De todos modos, creo, con ustedes, que, en primer lugar, es preciso encontrar el arma que causó la herida a mi padre.
—Quizá la guardó en el arca antes de perder el conocimiento —observé yo sin pensarlo demasiado.
—Eso no es posible —se apresuró a replicar el doctor—. Tenga usted en cuenta que la mano izquierda está cubierta de sangre y que, en cambio, no hay ni una gota en el arca.
—Tiene usted razón —contesté.
Tras una larga pausa el doctor dijo:
—Necesitaremos, cuanto antes, una enfermera. Yo conozco a una muy apropiada y, si ustedes me lo permiten, iré a llamarla. Durante mi ausencia les ruego que no dejen solo al paciente. Quizá más adelante, convendrá trasladarlo a otra habitación.
La señorita Trelawny prometió no dejar solo a su padre y el doctor, después de darle algunas instrucciones en caso de que aquél recobrase el sentido, salió de la estancia.
A su vez, el sargento manifestó que debía volver a Scotland Yard para dar parte a sujete y prometió volver lo antes posible. Pero, primeramente, pidió permiso para examinar el escritorio del señor Trelawny y, al serle concedido tan amplio como quisiera, inició al momento un registro, cuyo resultado fue el hallazgo de una carta sellada que entregó a la señorita Trelawny.
—¡Una carta para mí! —exclamó ésta, tomándola inmediatamente.
Yo me fijé en su rostro mientras leía y, en cuanto se hubo enterado de su contenido, se quedó pensativa. Luego volvió a leerla y, por fin, devolvió la misiva al detective.
Éste la leyó dos veces y me la entregó. Entonces pude ver que decía lo que sigue:
«Mi querida hija: Deseo que sigas exactamente las instrucciones de esta carta, sin apartarte de ellas por ninguna razón, cualquiera que sea. En el caso de que yo sea víctima de una enfermedad, de un accidente o un ataque, cuida de que se haga lo siguiente: Si ya no estoy en mi dormitorio cuando te des cuenta de mi estado, me harás llevar a él lo antes posible. Aun en el caso de que estuviese muerto, mi cadáver habrá de ser tendido sobre mi cama. Además, hasta que recobre el conocimiento y pueda dar instrucciones acerca de lo que se debe hacer, o hasta que esté enterrado, será necesario que no me quede solo ni un momento. Durante la noche habrán de permanecer, por lo menos, dos personas en mi habitación. Será preciso que me cuide una enfermera y que tome nota de los síntomas, permanentes o no, que puedan llamarle la atención. Mis procuradores Marvin & Jewkes, de Lineólas Inn 27, B, tienen plenas instrucciones para el caso de mi muerte. Y el señor Marvin se encargará de vigilar personalmente el cumplimiento de mis deseos. Como no tienes ningún pariente, te aconsejo, querida hija, que te procures la compañía de una persona amiga en quien puedas confiar y que contribuya a vigilar mi cuerpo o mi cadáver. Tal persona puede ser hombre o mujer, pero, además, será preciso que haya otro vigilante, del sexo contrario al de la persona que hayas elegido. Es decir, que en todo momento, deseo que me observen o me vigilen un hombre y una mujer. De nuevo repito la necesidad de que sigas exactamente mis instrucciones.
Ninguna de las cosas que hay en mi habitación ha de ser cambiada de lugar por ningún motivo. Tengo una razón muy especial para eso, de manera que la inobservancia de estas disposiciones alteraría mis planes.
Si necesitas dinero, consejo u otra cosa cualquiera, el señor Marvin se apresurará a complacerte, pues tiene para eso plenas instrucciones mías.
Tu padre que te quiere,
Abel Trelawny.»
También leí por segunda vez la carta, con la esperanza de que la señorita Trelawny depositara su confianza en mi persona para llevar a cabo los deseos de su padre. Así, al devolverle la carta le dije:
—Supongo, señorita, que perdonará usted mi excesiva presunción, pero si me permite contribuir a la vigilancia de su padre, me sentiré orgulloso.
—Se lo agradezco muchísimo —dijo ella. Y, pensándolo mejor, añadió—: Pero comprendo que no puedo ser egoísta. Sé que tiene usted muchas ocupaciones y no quisiera monopolizar todo su tiempo.
Yo me apresuré a contestar que, después de haber tomado algunas disposiciones, estaría por completo a su servicio y el detective observó:
—Me alegro mucho de que se quede usted, señor Ross. Yo también permaneceré en la casa, si me lo permiten mis jefes. Ahora debo ir a jefatura y a visitar a los fabricantes de esa caja de caudales. Volveré lo antes posible.
En cuanto se hubo marchado, la señorita Trelawny y yo guardamos silencio. De vez en cuando me dirigía una mirada que me inspiraba el mayor orgullo. Luego, rogándome que no abandonara ni por un momento la vigilancia de su padre, salió para volver pocos minutos después en compañía de la señora Grant, de dos doncellas y de dos criados. Estos últimos llevaban una cama de hierro plegable que se ocuparon inmediatamente en armar y, cuando terminaron, la señorita Trelawny me dijo:
—Conviene tenerlo todo dispuesto para cuando llegue el doctor. Sin duda querrá acostar a mi padre, y, para eso, siempre será mejor una cama que un sofá.
Se sentó entonces a corta distancia del señor Trelawny y yo di una vuelta a la estancia, contemplando las infinitas curiosidades que allí había, casi todas egipcias. La habitación tenia proporciones enormes y, por consiguiente, cabían allí muchas y de gran tamaño.
Mientras estaba así ocupado, oí el sonido de unas ruedas deteniéndose ante la casa. Al instante, llamaron y, pocos minutos después, tras de un golpecito dado en la puerta, apareció el doctor Winchester, seguido por una joven que llevaba el traje oscuro propio de las enfermeras.
—He tenido suerte —dijo el doctor—. Señorita Trelawny, le presento a la enfermera, la señorita Kennedy.
(*)Fuente: Bram Stoker